MILIBRO - Soplos de una miastenia anunciada - Pedro A. López Yera

02.05.2014 18:56

 

01.05.2014 21:05

MILIBRO-Soplos de una miastenia anunciada.pdf (329,3 kB)

 

Soplos de una miastenia anunciada.
Pedro A. López Yera
Las enfermedades son esa lotería cuyo premio gordo te cae sin haber siquiera comprado una miserable participación de un euro y pico. Si además son raras.... pues ya puedes ir retirándote como el Pancho del anuncio. Un día estás en tu trabajo, como siempre, como cada mañana, y alguien te mira con cierta extrañeza. ¿Qué te pasa en el ojo?, te dicen.
-¿A mí?, Nada. ¿Qué me va a pasar?
Entonces corres al espejo del cuarto de baño y allí estás, guiñándote un ojo a ti mismo y maldiciendo a la mota de polvo que se te debe haber metido produciendo esa pequeña ¿inflamación?. Llevas un tiempo en que piensas que debes cambiarte las gafas ya que quizá ves un poco peor, eso si, pero el oftalmólogo no te ha descubierto mas que esas cosas propias de la edad... Así que la vida sigue. Esperas unos días y, en vista de que el ojo sube y baja -mas bien baja- cuando le parece, decides acercarte a ver a tu doctora de confianza y te quitas las gafas de sol que hábilmente te has colocado hasta en los más profundos interiores para que el personal no advierta cómo los miras ahora con ese ojillo dislocaito... Y ella, con la parsimonia que da el haber conocido a tantas y tantas loterías de esas que te tocan sin haber comprado el décimo -repetimos-, te indica el camino hacia un neurólogo aunque no te cuenta que estás a punto de conocer a una amiga nueva que te acompañará para siempre. Como las citas médicas no se consiguen asi como así, llega el verano y decides irte de vacaciones. Menos mal que con el sol en su más alta graduación a nadie le extraña que las gafas de sol sean tu gadget más preciado. Te apuntas a un tour por la Europa de toda la vida y te vas observando en los espejos mañaneros. El ojo, en caída libre, parece que no está por la labor de descubrir monumentos y rutas turísticas, pero tú, más fuerte que él, te dices, sigues con tu viaje escondido tras las sunglasses. Vuelves con la cita neurológica pegada al pantalón y le das la mano al neurólogo, inocentemente, como los niños que se enfrentan a la primera vacuna. Ignoras que estás a punto de que te presenten a una amiga que ya nunca te abandonará. (¡Eso es amistad, si señor!). Acabas de conocer, por su nombre, a doña MIASTENIA. Y. en breve, ella te acompañará por un largo camino de pruebas, análisis, estudios y catálogos médicos. Ha empezado guiñándote el ojo, pero sus intenciones son perversas. Aun no lo sabes pero ella tiene muchas cosas preparadas para ti. ¡Te quiere tanto!...
***
Cuando uno ya tiene la solución del problema es sencillo decir ¡ya lo sabía! El problema es adivinar las pistas que nos llevarán a la resolución. ¿Qué sucede cuando un día te levantas y observas que los contornos de los objetos que te rodean son ligeramente fluctuantes? Piensas... ¿bebí ayer más de la cuenta? ¿Hay un ligero terremoto que mis otros sentidos no detectan? Quizá una indiscreta legañilla mantiene a medio abrir los ojos y el efecto que produce es esa mezcla entre borroso y doble? Tras las oportunas abluciones descubres que tú también eres doble ante el espejo y las cuchillas de la superGillete esa de última generación no son cinco o seis sino una docena. Te espantas de que la ciencia
moderna sea capaz de semejantes atrocidades ¿meter doce cuchillas en apenas un centímetro? pero como decía Don Hilarión, como todo avanza que es una barbaridad, pues nada, que te dispones a salir a la calle con la alegría propia de volver al trabajo un día más. La salida es ligeramente traumática. Los viejos árboles del Paseo, los raíles del tranvía, los transeuntes... todo tiene otra dimensión. Los semáforos no son ya aburridos y tricolores sino que producen destellos propios de la discoteca más cool que imaginar pudiera. Los railes del tranvía podrían abrazar patines de cuatro ruedas y, lo más grave, cuando te dispones a cruzar la calle has de adivinar cuántos coches hay en realidad a punto de saltar sobre ti. Cierras y abres. Abres y cierras los ojos para intentar que todas esas partes que una vez estudiaste como componentes de tu globo ocular se afiancen y queden en su lugar correspondiente. Parece que lo consigues. Avanzas rápido para llegar a tu destino sin que nada ni nadie se oponga a ello. Ya queda menos, te dices... cuando divisas la puerta del Colegio. Respiras hondo. Has llegado bien. Las cuadrillas de automóviles que ya no sabes cuántos son, no te han atropellado aunque ciertos bordillos se te han resistido por cuanto han decidido multiplicarse como en el mandato bíblico. Respiras de nuevo. Conoces las escaleras, así que aunque te parecen las escalinatas del Sacre Coeur, imaginas que siguen siendo las mismas de ayer y te lanzas a escalarlas temerariamente. Suena la sirena (de vuelta al trabajo, como diría Victor Jara) y las hordas de pequeñuelos de lanzan al abordaje. Las mochilas van golpeando con sus infernales ruedas los escalones y realmente parece que el número de alumnos ha crecido al mismo nivel que tú los ves. La puerta se abre y entran y entran, y entran... ¿cuántos has visto adentrarse raudos y veloces? ¿Sesenta? No puede ser. Ah, claro, es que hay dos de cada uno, como en las ofertas del Carrefour. ¡Casi ná! Las tablas de muchos años hacen que todo funcione más o menos cuando el campo de visión es "a lo lejos" pero si hay que leer... ¡Dios mío! ¿Y corregir un cuaderno? ¡Santa Virgen del Perpetuo Socorro!. Imposible de los Imposibles. -Vamos a corregirnos los unos a los otros... ¡apaño provisional!... Y así un día y otro hasta que continuar se hace demasiado cuesta arriba. Aun el ojo no había hecho ese guiño cómplice que se acercaba. Pero el problema se estaba fraguando. Luego supe que se llama DIPLOPIA, aunque durante tiempo me costó trabajo saber si tenía o no tilde...
***
No se sabe bien, perdido ya en el recuerdo, aparece la primera visita a la sala de las torturas. Tuvo lugar en un ambiente distendido y silencioso. La luz tenue y la voz aterciopelada del personal daba al escenario un cálido halo de placidez. Una pantalla al más viejo estilo pop-art de, por ejemplo, aquellos sesenteros "Los Vengadores", un gorro de goma que casi te faculta para nadar los tropecientos metros espalda, unos finos electrodos de colores, esa gelatina que podría ser la brillantina de Grease y la gafa que te tapa alternativamente un ojo o el otro. Se trataba de investigar esa peculiar forma de ver que nadie había identificado aun... Pues allá vamos. La pantalla se ilumina rápidamente y los cuadrados de colores pasan, giran, desaparecen, brotan, cambian, se esfuman, caen... una divertida cascada de potenciales evocados. ¿Quién pone los nombres
a las pruebas diagnósticas? Premio para este. Evocar... curioso concepto frente a una sucesión de colores. Bonito, sugerente... Luego alguien me dijo, el oftalmólogo creo, que nada de evocador, que era "evocados" pero bueno, me dije, qué mas da ponerlo en español que en portugués, por decir algo... Que la realidad no te estropee una buena noticia. O una buena comparación en este caso. La segunda parte del show estaba a punto de comenzar tras despojarte del gorro y los electrodos. Menos mal que la estancia carecía de espejos. -Pase a la camilla, oyes en medio de la penumbra. Y efectivamente palpas una superficie acolchada con su sábana y todo sobre la que te dejas caer con cierta aprensión. Recordemos que la luz solo es un resquicio a través de la puerta. Gotitas escocedoras pa tus ojitos y a esperar. ¿Qué atraviesa tu mente mientras deseas fervientemente acabar ya? Que cada cual se coloque virtualmente en el lugar y deje volar su imaginación. El caso es que cuando más tranquilo empiezas a estar o quizá cuando de tanto nervio ya no te queda músculo que mover, el personal se te acerca de nuevo. Y su voz, tan melodiosa como antes, te indica que ¡oh, Dios mío! te van a colocar unas lentillas duras y conectadas a unos cables sobre tus dos ojos. Y así sucede. No mueva los ojos. No los cierre. Quieto todo el mundo... Dios del Sinaí, y además te dicen que te vas a quedar quince minutos o algo así con los cristalillos pegados a los ojos y SIN CERRARLOS. No te lo puedes creer. ¿Serás capaz? Pues no. Al instante siguiente, aunque quieres profundamente no parpadear, pues parpadeas. Y los cablecillos a tomar viento fresco. En algún lugar se debe encender una alarma ya que se aproximan rápidamente los operarios especialistas y te dicen que ¡ay, ay! que cuidadin, cuidadin, que la cosa puede salir mal... que te portes bien y que los ojos abiertos, abiertos, abiertos. Prometes sinceramente intentarlo y vuelve la oscuridad. Seguramente las gotas ya han hecho su efecto porque te sientes como el tipo aquel de La Naranja Mecánica con los alambritos sujetando los párpados, pero sin alambres ni corsés. ¡Sin manos! ¡Más dificil todavia!. Pasan los interminables minutos y crees sucumbir a Morfeo. Pero si duermes, has de cerrar los ojos, así que aprietas los puños, haces que baile tu diafragma o mueves los dedos de los pies con tal de permanecer en estado de vigilia. ¿O la vigilia es cuando estás más p´allá que p´acá? Ajeno a las disquisiciones lingüisticas no te das cuenta de que el electrorretinograma fotópico sigue su marcha y que los portadores de la bata blanca han aparecido en mitad de las tinieblas con unos focos discotequeros cutres, eso si, que solo destellan en azul y en rojo. -Ahora encendermos las luces de los focos, pero usted siga con los ojos abiertos. ¡Manda narices, oiga!. Y una y otra y otra más. Solo falta la músiquilla de Boney M (Uno es que ya va para mayorcito). -Descanse unos momentos. Todo ha terminado. Entonces te parece que San Pedro en persona vendrá a saludarte. ¿Todo ha terminado? ¡Qué tétrico, no! -Aguarde fuera. En el baño tiene una toalla limpia. ¿Una toalla? ¿Acaso hay que ducharse ahora? Te pasas la mano por el pelo descuidadamente y encuentras la solución al enigma. ¡La brillantina gelatinosa de los colorines! Si. Sigue ahí, dándote ese aspecto de loco recién escapado del manicomio más cercano. Con el pelo tieso y los ojos abiertos al 250 %, sales de la oscuridad como un zombi y te paseas entre otros
espantados pacientes que aguardan en silencio su turno. Llegas al baño y te observas en el espejo. Las palabras huyen de ti y eres incapaz de describir tu aspecto. Fuera es mediodía. Y las gentes van y vienen sin saber que la lotería te puede tocar así, sin mas... Los resultados los llevas en un sobre azul. Lo abres con ansiedad y lees que todo está normal. Que si ves raro es porque eres raro. Que ya vas teniendo una edad, chaval, ¿qué querías?. Y nada, a continuar. Todo acababa de empezar. El camino tenía muchas más piedras. Todavía no le habíamos puesto nombre a una de ellas: Miastenia.
***
Jo, Papá, si a ti te daba una enfermedad, tenía que ser una enfermedad rara. Jocosa afirmación, real como la vida misma, proferida por mi hija en un ataque de sincera muestra de cariño…
Lo raro llama a lo raro, está claro. ¿Podía haber caído en manos de cualquier virus malandrín de los que pululan por el mundanal ruido? ¡Qué va, oiga!
Si aquí se enferma, que sea por todo lo alto. (O lo bajo, si pensamos en el ojo maldito de las narices. Si, a ellas se acerca con peligrosa melosidad cada dos por tres).
Se reparten las cartas de las dolencias y te cae el As Cansado. O la Dama del Guiño. Tal para cual. Eso si, te comentan que no te quejes, que podría ser peor. Ya. Es cierto. Un tumor galopante podría acabar con tus rarezas en un abrir y cerrar de ojos. (Ya estamos otra vez jorobando con el ojo… si es que no puede ser).
Pues nada, con la miastenia entre las manos ya puedes jugar la partida. Si ella te deja. (Si se pone farruca ni de levantar las cartas eres capaz, pero mientras se lanza a ocupar tus cuarteles de invierno, los de verano y cualesquiera otras residencias en que guardes músculos y células útiles, puedes aprovechar para saltar un poquito sobre ella.
¿Y cómo se hace eso? Con pastillitas, como siempre.
Dicen que la miastenia engaña a tus nervios. Les dice a tus anticuerpos la misma orden que los dueños de esos perros asesinos que se lanzan a dentelladas contra ti en cuanto que asomas la cabeza. ¡A por él! Y los pobrecillos, engañados, timados, absorbidos por su fuerza miasténico-magnética se abalanzan sobre las terminaciones nerviosas y les muerden con regocijo.
Cuenta la leyenda que la primera en caer fue la que sujeta con primoroso apaño el párpado que cierra tu mirada. Y vaya que la cierra. Sí señor.
Algo me dijeron sobre su nombre que, como el de una dulce princesa secuestrada, es ACETILCOLINA. La pobrecilla lucha por sobrevivir a la dolorosa mordedura pero no puede. Sus deditos finos, blancos y delicados ven como el párpado se escapa hacia el abismo. Ella llora, intenta resistir, pero la furia miasténica de los anticuerpos se lo impide.
En ese momento, a cámara lenta, como recién salido de los cuentos de hadas, aparece el príncipe MESTINÓN. Él será su salvador. Ella lo mira con arrobo, él se deshace como el soufflé que abandona el horno vivificador. Sus cuerpos se acercan, se rozan, se funden en un abrazo de calor que hace surgir enhiesto al malhadado párpado que sueña ya con nuevos lances.
Semejante esfuerzo no es baladí y la terrible batalla del príncipe MESTINÓN contra la FURIA MIASTÉNICA por salvar a la dama ACETILCOLINA te produce, como es lógico, ciertos desarreglos muy relacionados con lo que está pasando en tu interior:
La sudoración aumenta como en un pre-orgasmo feroz e indescriptible, se te remueven las entrañas -léase intestinos- y todo tú pareces ser un soldado más de la trinchera. Quieres que venza el bueno, y así sucede, pero su victoria es fugaz. Y así, cada tres o cuatro horas la princesa vuelve a estar prisionera y el príncipe ha de regresar al combate. Una y otra vez. Cada día. Cada semana. Cada año del resto de tu vida. Esto es como una
mili larga, larguísima, comenzada en el paso de las Termópilas y que no cesa ni con Star Treck donde nadie ha llegado jamás. Quizá aquellos que definían la eternidad con el símil del pájaro que rozaba con su pico la montaña de metal deberían terciar su explicación y aclarar que también es eterna la lucha contra la rata miasténica que te cosquillea sin piedad. Se dice, se cuenta, se sospecha que existen armas secretas que consiguen con el tiempo dejar libre para siempre a la princesa y condenar al más cruel de los ostracismos a la malvada prota de la historia, pero esa es otra historia que contaremos otro día. Ahora toca otra dosis de batalla. Mestinón se prepara a luchar de nuevo. Sálvame, príncipe.
***
Un día no muy lejano llegó un sobre con el membrete de un afamado laboratorio de análisis clínicos de la localidad. Entre glucosas, hematocritos, velocidades de sedimentación y otras constantes y variantes venía escondido un dato revelador: Los anticuerpos receptores de la acetilcolina no eran menores de 0,5 como parece ser el standard normal de la población. No. Se habían rebelado con b y revelado con v. Es decir, salían de su armario particular para pasear en lo sucesivo por mis muestras sanguíneas. Saltaron todas las alarmas neurológicas y se procedió, de inmediato, a solicitar nuevas pruebas de nombre tan sugestivo como las que ya se realizaron en el campo ocular. Estimulación repetitiva se llama una. Fibra simple la otra. La estimulación repetitiva es esa actividad pseudoerotica por la que se te producen ¿pequeñas? descargas eléctricas en ciertos nervios. Así, como suena. Un electrodo acá, otro allá y botoncito de calambre.
Calambre seco, duro, potente, que no se parece al de los dedos en el enchufe pero que machaca y corroe continuamente. De ahí el nombre. ¿Molesta?, te dicen. Y contestas que no con ese rictus apretado en la boca y con los ojos medio entornados esperando el siguiente latigazo.
Se van alternando los dedos de la mano, la muñeca, el brazo… hasta que se llega a la cara. Y ahí ya notas que vibra la mandíbula al ritmo salvaje de los Harlem Globetrotters o de Mayumaná. Golpes eléctricos rotundos bajo barbilla que hacen que tu cabeza baile. Alegre movimiento que te eleva de la camilla en busca de una ascensión indeseada.
Ligero descanso y vuelta a empezar. Miras con cara de reprobación y te recuerdan el nombre del suplicio: estimulación repetitiva. Y repites, claro. La electricidad, a lo peor, es como una droga más. Quizá el gobierno debería prohibirla en locales cerrados. Y hasta en los abiertos.
-Terminado. Beba un poco de agua.
Ahí ya dudas si el agua no será para afianzar, favorecer, fortalecer e intensificar la próxima descarga, al viejo estilo de los torturadores de ciertas dictaduras ya lejanas, afortunadamente, en el tiempo. Pero no. Es verdad que el martirio, éste, ha finalizado. Claro que… hay una segunda parte.
Lees de nuevo el informe: Fibra simple, dice.
Si es simple, será sencillo, crees mientras recuerdas el tema de los sinónimos que hace poco has explicado en clase…
Pues tampoco aciertas.
Simple no es sinónimo de sencillo, sino de único. Algo así como seleccionar con una aguja clavada en tu frente, movida sin piedad hacia arriba y hacia abajo por el verdugo, las estrías de las fibras musculares supuestamente afectadas por lo que todavía casi no tenía nombre.
Si leído suena aterrador, cuando la aguja se acerca y la ves flotar sobre tus ojos, el miedo te sobrecoge.
Cierras los ojos justo en el momento en que se clava a dos centímetros sobre tu pupila derecha y oyes en un stereo dolby surround unos chasquidos semejantes a los que ET escucha con el artilugio que fabrica al estilo McGyver con un telefonillo y dos chicles. (Mi casa, mi teléfono… ¿Recordáis?).
-Cada vez que usted arrugue la frente se van oyendo las fibras… Entonces es cuando piensas que lo que te acaban de pinchar es la aguja de un viejo tocadiscos. Y, en efecto, si elevas la ceja, ruidito. Si frunces el ceño, ruidito. Si bajas la línea del pelo, ruidito… Acaba siendo divertido aunque el movimiento de la aguja buscando fibras a las que investigar no es especialmente agradable.
-Pruebe, pruebe usted, por favor. ¿Probar? Si, mueva la frente para que se familiarice con el aparato…
Scchhhht prrrttt sggghtttt … Escuchas los sonidos que la aguja produce cuando mueves alguna pequeña fracción de músculo y la musicalidad que imprimes a tu propio dolor como que te hace olvidarlo todo por una infinitesimal laguna en el tiempo.
La realidad, no obstante, te espera a la salida. La frente dolorida con un punto delator que semeja la picadura de un terrible insecto; la mandíbula alborotada, los nervios desquiciados, la mirada caída… un poema, un show, un casting miasténico para el que no sabes quién demonios te apuntó…
***
En esta lánguida espera, prácticamente asintomática, con repuntes vespertinos y guiños diplópicos aislados, la vida transcurre con esa placidez tensa que no te deja descansar como deberías, ni tampoco desesperarte con el abismo a punto de atraerte a sus entrañas.
Lees, y lees y vuelves a leer –como los peces del villancico- las mil y una historias de tus camaradas de penas en los blogs, grupos, facebooks y demás compendios de dolor, resignación, esperanza y búsqueda de apoyos y soporte y encuentras una mágica palabra: porcentaje.
Tu grado, que dicen que es el primero, el leve, el que apenas se traduce en el guiño ocular y la diplopía evanescente, tiene una ciertas probabilidad de permanecer así por los siglos de los siglos. Y te dices…. ¿me tocará? ¿Conseguiré quedarme en esta fase? En no más allá del veinte por ciento de los casos permanece la pérfida miastenia agazapada solo en las proximidades oculares. Queda un amplio ochenta de sufrimiento, timectomías, desplomes, disartrias y otras afecciones de catálogo feroz que te acechan mes a mes hasta llegar a los mágicos tres o cuatro años en los que, dicen, la malvada amiga que te acompañará siempre, puede enquistarse y no avanzar.
¿Qué porcentaje será el tuyo? Como dicen las famosas leyes de Murphy, todo aquello que es susceptible de empeorar, lo hará. Así que decides que hay que echarle narices a la situación y no dejar que la lágrima te impida ver el horizonte. Lo intentas, quiero decir. Conseguirlo es otra cosa.
Una tarde crees que el cansancio es especialmente duro… y dices ¡ya! Una mañana te parece que el ojo empieza a descender demasiado. ¡Ya, de nuevo! ¿Me cuesta trabajo respirar cuando el esfuerzo es mayor? ¡Llegó el momento! Acaso te atragantas cuando llevas tres cuartos de hora explicando las Unidades de capacidad y peso a los chavales… ¿será la miastenia?
Y así, minuto a minuto, día a día, observas que no puedes deshacerte de ella, ni siquiera dejar de tenerla presente. Si aparece, mal. Si no, también. Es como aquella situación ya muy lejana en el tiempo en que tu hija lloraba mucho por la noche. No dormías, claro. Pero si un día, por una u otra causa dejaba de hacerlo… corrías a la cuna para ver si aun respiraba… y seguías sin dormir. Llegas por tanto a la conclusión de que habrás de convivir con ese parásito indeseable para el que no hay plaguicida ni remedio alguno. Y los porcentajes se te hacen solo cifras que no te afectan mas que cuando llega el momento de la verdad. Si te toca, te toca. Da igual si cogiste la vez en el dispensador de números y la suerte te dio el veinte o el ochenta. La espera es igual, dura, inmisericorde, quizá absurda y patética, pero sobre todo descorazonadora.
Alrededor, la vida sigue. Nadie piensa en algo tan abstruso como los porcentajes de una rara enfermedad que a pocos suena… Quizá tú tampoco. O eso quieres creer.
***
Aquella tarde todo parecía en calma. Miastenia y Mestinón jugueteaban sin alzar la voz, sin hacerse notar, como si, en realidad, no existieran ni me acompañaran en cada uno de mis movimientos. Llevaba unos días sabiendo que tenía que cortarme el pelo pero le daba vueltas y más vueltas por no salir, por no soliviantar a la "extraña" pareja, por descansar apaciblemente... en fin, por pereza pura y dura. Pero... ante la calma decido, casi de improviso, desplegar las velas y avanzar con paso firme hacia la peluquería de siempre en pos de ese buen arreglo que mi cabellera lleva tiempo solicitando. Un clima fresco me despeja junto a la parada del autobús. Las gentes pasean. Alguna nube me guiña sonriente a su paso como si se solidarizara con el frágil equilibrio de mi párpado. Nada parece estar fuera de lugar. Miastenia no parece haberse dado cuenta de que la saco a pasear y no ruge ni ladra. Ni siquiera susurra en mi oído palabras dulzonas como ella acostumbra con el malsano fin de doblegarme. Las calles avanzan con el olor a neumático atascado en el asfalto. Suenan bocinas y los semáforos saludan cansinos y aburridos cambiando de color y dejándote, en las pausas, disfrutar del tranquilo discurrir de la tarde. Unos pasos desde la parada y te reflejas al fin en la cristalera de la peluquería. Hay poca afluencia y enseguida notas el cálido fluir del agua caliente sobre tu pelo. Sorprendentemente Miastenia sigue dormida y, sospechas que el lánguido masaje que agradece tu cuero cabelludo hará de somnífero para tu acompañante. Pasas a tu lugar frente al espejo y te miras de forma distraída. El chasqueo de la tijera arremete contra tu innumerables canas, enhiestas según tu amigo el peluquero, y el peine se las arregla para domeñar lo que iba camino de transformarse en greñas. Alguien entra y giras la cabeza para saludarle. Un viejo conocido. En ese momento te topas de nuevo con tu imagen en el espejo. Hasta ese instante te mirabas sin ver, con la sensación de obviar lo conocido, pero ahora atisbas algo que te hace fijar la mirada en tu propia figura. -¡No puede ser!, gritas para tu adentros mientras bajas la cabeza como intentando ocultar la realidad. Pero si. Es cierto. Allí está tu ojo derecho en trance de caída. El párpado ha comenzado una nueva relación no se sabe si extramatrimonial o de mero flirteo con tu amiga Miastenia y está dispuesto a dejarte en evidencia. Lamentas haber olvidado las gafas de sol y miras hacia otro lado por si acaso todo ha sido un espejismo. La tijera sigue trabajando y los restos de cabello disfrutan cayendo como en un tobogán sobre la capa que te han colocado al sentarte. No quieres mirar de nuevo al espejo pero sabes que tienes que hacerlo. La relación se ha consumado y tu mirada luce ahora un descuadre casi picassiano. Dudas pero te sobrepones. No te parece que el peluquero haya descubierto el miasténico juego de tu amiga así que le miras casi desafiante aunque él sigue pendiente de dar los últimos retoques a tu corto peinado. Vuelves al espejo y ya no tienes dudas. Miastenia te ha acompañado y ha decidido hacerse notar. Pagas y sales a a calle. La tarde empieza a caer, quizá como tu párpado. Comienzas a caminar pero prefieres no mirar tu imagen reflejada en los escaparates. Mestinón te espera...
*** Recuerdo los viejos tiempos en que un buen desayuno consistía en la rebanada de pan integral con su reguerillo de aceite de oliva virgen extra mojada con su leche desnatada y cereales solubles aderezados con un toque de miel. Al lado, el zumo de naranja dispuesto a refrescar vitaminadamente el comienzo del día y, cerca, quizá una loncha de pavo sin grasa. Tal vez también una fruta troceada y algo de queso fresco...Todo light. Todo sano.
Pero un día apareció para quedarse nuestra amiga Miastenia. Y, tal y como es ella, decidió acompañarnos en el familiar acto mañanero del desayuno. Antes nos había visitado otra vecina, la hipertensión, así que la mesa empezó a quedarse pequeña y la alegre camaradería que abría nuestros ojos a la nueva jornada empezó a tomar derroteros muy diferentes. Si en un principio los alimentos eran los protagonistas del momento, ahora sus invitadas las medicinas han tomado al asalto la situación. Un sorbito de leche no va acompañado, como suele ser habitual por el saludable mordisco integral. No. Entre ambas propuestas has de hacer un hueco a la Piridostigmina. La llamo así para enfadarle ya que le encanta más su apelativo dicharachero, es decir Mestinón. Es curioso que, como el mar y la mar, la misma sustancia, el mismo concepto, se nos cuele como masculino y como femenino. Cuando ya se encamina hacia tus tractos digestivos, su amiga la Prednisona te hace un guiño desde el platillo donde la has colocado con sus adláteres. Y tú la miras con ojos cariñosos y te la lanzas hacia la epiglotis haciendo un lance que ni los mejores del arte de Cúchares. El pavo se siente celoso, o quizá menospreciado, si añades al coctel una pizca de Indapamida por aquello de la presión sanguínea y otro sorbo de naranja te ayuda a empujarle hacia “tus adentros” –Aquí ya la faena va tornándose en bolero o en copla-. Claro que hemos olvidado mencionar que todos estos suplementos con que enriqueces ¿o cueces? tu alegre desayuno necesitan llevar un perro guardián que les impida disgregarte las paredes del estómago así que antes siquiera de paladear el Eko lacteado has de añadir a tu dieta la capsulita rojiblanca del Omeprazol. Miras al platillo y está ya huérfano de grageas, pastillas y otras sustancias dopantes. Aun renquea el pan y un culín de zumo te llama ansioso desde el vaso. Entonces te preguntas si has desayunado para sentirte bien y con fuerzas el resto del día o simplemente has tenido que comer y beber para que la pléyade de medicinas puedan pasar sin esfuerzo la frontera esofágica. Duda existencial para la que tardarás en tener respuesta… Pasan las horas y llega el momento “almuerzo”. Claro que, esa es otra historia…
*** El viaje termina. Da el verano sus últimos coletazos, vestido ya de otoño. La multitud araña el pavimento de la estación con su prisa indisimulada. Avisos de vías y andenes adornan la megafonía y hacen parpadear pantallas y miradas de viajeros prendidos al reloj. Una maleta, con ruedas, claro, corre a la búsqueda de su dueño que la ha repudiado momentáneamente mientras intercambia unas monedas al kiosquero que le ofrece la prensa del día. Huele a inquietud, a tiempo detenido que espera la salida, a perfumes agitados por la prisa, a trenes a punto de emprender su camino. Hemos llegado con tiempo suficiente para dar una vuelta por la sala Club. Allí el silencio prima sobre la vorágine exterior solo interrumpido por el ligero bisbiseo de la máquina de café. En las pantallas lucha una programación deportiva de televisión frente a los avisos de salidas y llegadas. Todo ha ido bien. La amiga Miastenia no ha hecho sino disfrutar también de la escapada sin apenas dejarse ver salvo algún episodio de diplopia a la que el cuerpo parece acostumbrarse. Suena la alarma y la pastilla de Mestinón, quizá celosa, solicita su momento de gloria. Quedan ya veinte minutos escasos para la salida. Ana, sentada en sentido contrario a las pantallas, me pregunta si ya han colocado nuestro tren. Miro distraído hacia la pantalla de la izquierda. En efecto, junto al tipo de tren y la hora de salida, aparece, parpadeante, un número que indica la vía. Es el cuatro. Giro la cabeza y me dispongo a comunicar el dato. –Si, ya está. Es la vía cuat…r…
Y ahí, el mundo comenzó a desmoronarse a mi alrededor. Pude notar que los músculos de mi garganta, de mi paladar, de la cavidad bucal en general, se recolocaban en un movimiento maldito impidiéndome terminar aquel número. –Cuat…r…. o, cua…t…rr…o. ¡Imposible! Mi boca seguía su danza infernal y yo intentaba sobreponerme. ¡Había sucedido! La infame Miastenia esperó a que la calma despejara cualquier duda y se lanzó al ataque. Comprendí que empezaba una nueva etapa, una carrera en la que uno de los dos ganaría el trofeo. Dudé seriamente si sería yo. Oía palabras de ánimo a mi alrededor, pero las lágrimas me impedían escuchar. No era un ahogo físico sino emocional. La vía cuatro no era solo el entramado de raíles –ancho europeo, please- que nos llevarían de vuelta a casa; también era la senda por la que habrían de discurrir los días siguientes. Mi mente hizo un recorrido rápido por toda la lingüística aprendida en muchos años y las hojas del diccionario aparecieron frente a mis pupilas con nitidez indescriptible. Me esforzaba en pronunciar palabras que tuvieran erres, eles, sílabas compuestas, torcidas, entremezcladas o mediopensionistas, pero era inútil. Los músculos de mi garganta no respondían a mis propios estímulos. El sonido llegaba hasta ella, el aire se disponía a atravesarla, pero en el último tramo el soplo se desvanecía haciendo que, a trompicones, la palabra saliera disfrazada, gangosa, nasal, perdida e ininteligible. -¡Disartria!, me dije. Sí, repasé mentalmente el catálogo de complementos que acompañan a la Miastenia y recordé que así se llama ese bonito efecto con que ella, siempre pensando en ti, te obsequia cuando así lo desea. No recuerdo cómo pasamos el control. Ni siquiera sé si respondía al amable saludo de la azafata del AVE que nos recibió en la puerta del vagón. Quizá las maletas se colocaron solas en su lugar. No tengo conciencia de haberlo hecho. Mi mente solo repasaba palabras que mi garganta no sabía pronunciar. Una y otra vez mientras el paisaje corría a trescientos kilómetros a la hora frente a la ventanilla. El tren, ajeno a mis padecimientos, seguía impertérrito deglutiendo árboles, puentes y nubes asustadas. La mano de Ana me apretaba la mía susurrando ánimos que no lograban hacerme volver. Pasaron unos minutos, escasos pero interminables, y la musculatura pareció serenarse. Intenté, de nuevo, repetir el número de aquella vía por la que abandonamos la estación: -Vía cuatttrro. ¡Casi perfecto!, me consolé. Una parada. De nuevo el camino. Una bandeja con el menú. ¿Podré masticar? ¿Pasarán los alimentos el filtro miasténico de mi garganta? No hubo más problemas. Llegamos. Intenté olvidar en un infantil acto de avestruz asustada pero algo, dentro, debajo de una capa de animosa realidad, me decía que todo había cambiado. Que nada sería igual. La Miastenia me había hecho otro regalo y, probablemente, sería difícil deshacerse de él. Ya en el andén miré al tren, apaciguado ya de su velocidad, y repetí para mis adentros…¡vía cuatro! Ahora, mira tú por dónde, me salió bien. Un juego más de la Miastenia y su espíritu burlón. Mientras caminaba supe que aquello no quedaría así…
***
Todavía deben de quedar en algunos cajones del recuerdo ciertos cromos de la otrora famosa PANDILLA BASURA (Los llamados “Basuritas” en Sudamérica). Aquellos repulsivos seres que se daban a las más vomitivas y retorcidas aventuras y que gozaron de gran popularidad en los años ochenta del siglo pasado. (Parece que hace milenios ya). Pues, ¡ay!, mi particular “pandilla basura” cuyos miembros más conocidos eran DIPLOPIA y PTOSIS, se han hecho con una nueva amiga –de nombre tan sugerente como los anteriores- que responde al cariñoso apodo de PARESTESIA. No. No son las tres Gracias, ¡qué va! Son, más bien, los tres jinetes del Apocalipsis. ¿Qué estos eran cuatro? Pues miedo me da cuál será esa nueva amiga que pueden estar esperando para presentarme.
Quizá la más fiel de todas ellas sea mi querida Ptosis. Ella me acompaña intermitentemente, como un leal animal de compañía. A veces me da un respiro pero dura poco. Lucho por despegármela de mis bien surtidos lomos pero ni una buena ingesta de sus enemigos los corticoides me hace añorarla mucho tiempo. Cuando solo es ella quien me acompaña la vida toma un color diferente. ¡El de las gafas de sol! Los amaneceres son de color café manchado, mientras que, en el ocaso, la gama cromática de los castaños se va oscureciendo paulatinamente hasta dotar de un brillo caoba al adiós del día que marcha emocionado a besar a su Luna –que lo aguarda vestida de encajes ocre- en la mejilla. ¿Qué posibilidades existen de que un ciudadano de a pie, anodinamente transparente, aparezca en la portada de un diario? Escasas. Es posible, incluso, que antes de que tan hecho acontezca, la suerte te sonría con un pico en los “euromillones”. Mas, ¡he aquí el tinglado de la antigua farsa! Llegó el día en que los hados decidieron empujarte unas milésimas hacia la inmortalidad plasmando tu imagen en la portada del periódico. Y…¿quién se enteró antes? ¿Quién lo sabe? Cierto. La amiga Ptosis. Ella, siempre atenta para procurarme instantes de placer, ya había hecho acto de presencia mucho antes que los periodistas. ¿Resultado? El pobre ciudadano insignificante apareció reproducido a todo color con un irrefrenable aire a lo “Niña de la Puebla”, docta “cantatriz” de las esencias patrias cuyo seña de identidad eran aquellas archiconocidas gafas de negro carey que nuestras abuelas identificarían entre un millón de antiparras, incluso con los ojos cerrados. ¡Eso es mérito, dios mío! Digas lo que digas te vas acostumbrando. Y sales a la calle mientras caen chuzos de punta y la cortina de agua impide ver al común de los mortales, pero tú caminas ufano con tus sunglasses aunque tengas que palpar las esquinas con los guantes y avanzar con paso corto por si el operario municipal de turno se dejó abierta la tapa de los registros en mitad de la acera. Pero… ¡Ay cuando la ptosis llama a su amiga diplopia! Ambas hacen un equipo de infernalidad manifiesta. (El corrector ortográfico me quiere sustituir infernalidad por informalidad; pues, oye, que también serviría. Informal, desde luego, es esta pareja de toca…eso, sí) Ya me he deleitado en otros momentos de estos recuerdos recreando las peculiares ventajas de la visión doble, así que solo sugiero al desinformado lector que, si no es capaz de imaginar las desventuras que ello produce, se imagine la vida cotidiana viendo exactamente igual que el beodo que acaba de ingerir sustanciosos hectolitros de alcohol de garrafa caducada. Todo pasa a tener, no ya un color especial, que para eso están las gafas de la ptosis, sino el alegre vaivén del tiovivo, la sorprendente visión de los caleidoscopios pero sin cristalitos de colores, al natural, sin condón ni anestesia. Estas amigas lo son tanto que pueden acompañarte por separado y no se sienten celosas la una de la otra. Por el contrario, se complementan, se envían mensajes de cariño y se citan en lugares insospechados que a ti te sorprenden y te alteran si medida cuando se presentan. Pero ellas a lo suyo. Para esos son fieles, leales, incondicionales y devotas de todos y cada uno de tus pasos. Estos últimos días, rendido por el acoso de este par, la ciencia médica ha tenido a bien concederme un descanso por si fuera posible despistarlas haciendo como que no pasa nada. No sales. No entras. No corriges. No te llenas la mano de tiza. No enumeras las reglas de ortografía delante de tus chavales. Ni siquiera puedes leer mucho tiempo ni ver la tele si no es con un parche al más puro estilo Barbarroja o, en plan glamour, modelo Princesa de Éboli. Pasa un día. Otro más. Abres los ojos por la mañana y parece que todo se mejora. ¿Se habrán marchado de vacaciones hasta que vuelva a trabajar? Te atreves con ese libro que tenías olvidado. En un esfuerzo total que te extenúa te enfrentas con el teclado y generas actividades, deberes, propuestas que enviar a tus alumnos. Y entonces, aunque en el fondo lo esperabas, te sorprende la visita de otra amiga. La Parestesia. Esta parece tener un nombre menos agresivo. Quizá sea así. Pero es sibilina y esotérica. Da la sensación de que no está, que solo fue un soplo fruto del ventanal entreabierto. Pero no. Llega a instalarse junto a las otras okupas de tus días. Esos que has dedicado a eso tan moderno de trabajar en casa. Notas un día, entre operación combinada de fracciones y adverbios de modo que las letras comienzan a transformarse en hadas. Les aparece un difuso fulgor alrededor y, sin que nadie las empuje a ello, diríase que danzan suave y lánguidamente ante tu sorprendida mirada.
(Ptosis y Diplopia te observan en silencio agazapadas, pero esbozan una sonrisa cómplice) Al rato deciden acercarse y te presentan a su amiga. Aquí Parestesia, aquí el paciente. Siendo tan rico el idioma castellano debería constar entre sus vocabularios otra palabra más intensa que definiera el estado en que te encuentras. En un viejo concurso de la tele existía la figura del “sufridor”. Pues ese título es que te mereces por acoger en tu seno a semejantes parásitas. Resultase, te dice el neurólogo, que la Parestesia hace que ciertos músculos se adormecen y por tanto sus antónimos –esto es deformación profesional- hacen la labor que ellos tendrían que proveer pero en sentido contrario. Bueno, esto es una aproximación totalmente torticera del original, pero es lo que te ha parecido entender con la maltrecha neurona que has decidido que te acompañara a la consulta. Total, que si no querías caldo, dos tazas. ¿Dos? La vajilla completa de Her Majesty the Queen Elisabeth, Victoria o las dos a la vez. Ahora disfrutas también de un trastorno de la fijación ocular según puedes leer en el informe. Aunque leer quizá no sea la palabra adecuada. Mejor descifrar, o suponer. Las letras, hijas de su madre, han decidido alterar las distancias que las separan y parecen estar dispuestas a entrelazarse en erótica contienda. Antes que sucumbir al voyerismo decides apartar el sobre y meditar. Menos mal que eso se puede hacer con los ojos cerrados. En un atisbo de realismo mágico pretendes acotar tu situación y el resultado es desalentador. Un ojo –o su párpado- cercano a la muela del juicio. Otro sumido en la lucha parestésica y ambos, apuntados a las clases de esos monjes giróvagos que giran y giran buscando el mareo supremo. El panorama es desolador si no fuera por su parecido a las verbenas populares donde la noria, el sapito, el vino dulce con su galletita, el perrito caliente o el medio pollo asado con pimientos se mezclan con la música ensordecedora de la tómbola o de la chocolatería ambulante de los Hermanos Pernia. (Esta existe de verdad, no es una licencia literaria. Doy fe). Pues sí. La vida es una feria cuando te acompaña esta pandilla. Todo te da vueltas y ya no sabes si esperar a que el horizonte se tranquilice y se tumbe para poder orientarte o dedicarte a la bebida para así aumentar el efecto y mandar a las tres amiguitas a hacer guarradas junto a la jaula de las fieras del circo que nunca falta en nuestras fiestas populares. Más que nada por si el tigre de Bengala saca su garra y las devora. Claro que no le espera nada al pobre si se las queda. Mejor que no, que estos tigres son una especie en extinción. Solo faltaba que me condenen por atacar a una especie protegida… Y aquí sigo, aunque voy a tener que ir dejándolo. Parece que las teclas del ordenador han decidido, también ellas, montar su orgía particular. Y para fiestas estoy yo…
***
Los días se suceden con la misma parsimonia que las alarmas de los móviles que te recuerdan esa cita cuasi-amorosa que tienes con tus amigas las pastillas. A veces crees que puedes olvidarte de esa carga que llevas en la giba, estilo dromedario, o mejor camello, que son los que tienen dos protuberancias en sus “lomos”, pero no siempre lo consigues. Hay vida más allá de los dominios del dios Mestinón y tú te esfuerzas por encontrar los caminos que te llevarán hasta el infinito… y más lejos si cabe. Pero no para huir de tus días. Simplemente para vivir sin lastres, sin sentir que además de tus apellidos también dispones de otros dos: “gravis” y “raro”. Ni uno ni otro son tuyos. No los reconoces pero los ves escritos en muchos documentos que no te son ajenos…
Alguien, el poeta gaditano que amaba “la mar” dijo que el hueso que más le dolía era el reloj. Posiblemente también nosotros deberíamos cuidarnos en esa faceta. El tiempo debería jugar a nuestro favor pero no siempre el árbitro se lo permite. De todos modos ganaremos. Estoy seguro.